LUIS CANELO - GALERÍA ÁLVARO ALCÁZAR


Entre tubos de ensayo, pipetas y placas de Petri nos imaginamos a Luis Canelo (Moraleja, Cáceres, 1942) cuando realmente duerme todas las noches sobre un lecho de libros de Hegel, Nietzche, Descartes y los presocráticos como almohada. Sin embargo no conviene saber que su pasión por la filosofía es la base neutra sobre la que prepara el lienzo. Es preferible enfrentarse por primera vez a sus cuadros con total desconocimiento. Unos verán imágenes aumentadas de células, ectoplasmas, microsistemas y demás habitantes diminutos e inquietos. Otros, piedras, hierro, tierra, agua, vegetales y larvas. Un caldo de cultivo sobrepoblado delimitado por el círculo y el cuadrado, siempre amorfo pero siempre evidente.
Autodidacta, y al dictado de una imagen original, lleva moldeando una misma estética desde décadas, sin arrimarse a corrientes pasajeras y sin contestar a las preguntas incorrectas. Su desempeño en el laboratorio, desde que “pasara” por el grupo “El Paso”, no ha desviado su atención hacia lo primordial y lo vivo.
Canelo somete al microscopio el misterio del arte, como quien somete al sospechoso al haz de luz de una lámpara, y disecciona sus obsesiones. Aplica vida allí donde no existe e inmortaliza el más pequeño de los segundos, aún así el más vital e importante de todos. Son obsesiones telúricas: sin ir más lejos, con la piedra. De este elemento muerto parte su universo.
También este científico loco, estudioso del cromatismo, armoniza las sustancias, arenas y el ejército de seres invertebrados sobre la superficie, conquista el espacio con el peso de los colores y el equilibrio del relato. Porque narra todo un ciclo de vida sin llevarnos por carreteras secundarias, sujetando lo esencial con pinzas. Sabe que solo con filosofía no se atrae al ojo que está tras la lupa.
Luis Canelo no trabaja a partir de fotografías, sino de memoria y desmemoria, con recuerdo y éxtasis. Nosotros, el ojo que está tras la lupa, podemos intentar ver, o mejor, sentir, más poderosamente el flujo interno de la pintura si cerramos el párpado, y después, tras unos segundos, lo volvemos a abrir. Leer más...

ERIK SCHMIDT- GALERÍA SOLEDAD LORENZO


Cuadros tridimensionales por los pegotes de pintura que salpican la superficie. Un extremismo cromático que visto desde cerca golpea la retina del espectador.
Desde la distancia adecuada, los colores forman luces, sombras y matices, con una técnica deudora del fauvismo y el impresionismo. Una vez enfocado el lienzo, uno concluye que lo que se esconde tras las gruesas pinceladas de azules, rojos y verdes son escenas de caza, algunas pobladas y otras deshabitadas, pero todas ellas estáticas (en contraposición con el dinamismo del trazo). Invernales, otoñales y veraniegas, todas encierran un aire de suspense irresoluto.
Damos un descanso al iris con la proyección del vídeo “Hunting Grounds”. Un cortometraje que describe una historia, pero sin diálogo alguno. Comienza con una cena de postín, servida para elegantes y repeinados personajes, imbuidos en conversaciones que no escuchamos. Tan solo algunos detalles (el tintineo de unos pendientes, una risa) son audibles, los demás queda oculto bajo una música de jazz. Asistimos a algo parecido a un anuncio comercial de un producto de lujo, a una representación hueca de contenido, sospechamos que intencionadamente.
El relato avanza y nos encontramos con uno de los personajes de la cena perdido en un bosque en el que se va a realizar una batida. Uno de los cazadores le encuentra (otro de los comensales del banquete) pero en ese momento una inoportuna confesión provoca una persecución entre ambos. El juego confuso, la metáfora del cazador cazado, la contraposición de la imagen de la pelea entre los dos personajes y los perros que alcanzan la presa, la acción cinegética descontextualizada son los platos del menú del festín, que se retoma al final del vídeo. El plato principal, como no, es la carne de la caza.
Tras el centrifugado aplicado al elitista mundo representado, uno vuelve a visitar los cuadros con otra mirada. Entendemos entonces la verdadera intención de Eric Schmidt: una mutación perversa y profunda de las convenciones sociales. Sin embargo tanta descontextualización provoca en la mente del espectador un aire de suspense irresoluto.
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